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domingo, 11 de febrero de 2007

Autobiografia de Cristian Hernandez Gonzalez

Nací en algún lugar de la Mancha… de la Mancha Guata que le deje a mi mamá al Nacer. ¿Cuando? No lo recuerdo… debo haber estado en un trance entre el alcohol, marihuana u otras drogas que te causan analepsia. Lo que si creo recordar es el haberme sobrepasado con la enfermera, tal vez, invitándola a salir o haber tocado alguna parte de ella. Por eso es que el doctor, que salía con ella, me dio un palmetazo en mis pompas que me hizo llorar.

Y comencé a crecer. Camine como al año y un par de meses. Me crié entre el olor a industria pesquera que salía en las tardes de mi natal Coronel. Conocí vacas, caballos, autos, chanchos, pavos, patos, gallos y gatos.

A los cuatro años tuve mi primera mascota, un perro quiltro, de esos bien chilenos. Snoppy lo bauticé: “En el nombre del Papy, del Junior y la Palomita buena onda, Amén”.

Me crié entre cuatro mujeres: mi mamá, mi hermana mayor, mi abuela y una hija adoptiva. Me hice por ello un núcleo y amorío con muchas mujeres. A los cuatro años también di mi primer beso, y no hablo de esos besos de postales de village, hablo de un beso.

A mi polola la invitaba a salir cuando me mandaban a comprar. Primero pedía permiso a su mamá, con condición de llevarla de vuelta, como todo un caballero.

Luego entre al colegio, llamado la ratonera, y me enamore por segunda vez. De mi angel de los cinco años. Mientras tanto conocí la amistad, un amigo del cual no recuerdo su nombre, solo su apodo.

Mi mejor amigo me salvo la mano luego de quedar colgando de mi mano izquierda de unos cables que se habían atravesado por ella.

Me caí un par de veces de la escalera del segundo piso de mi casa, comprendiendo por ello, que nunca iba a derribar paredes con la cabeza. Morí a mí a los mismos cinco años.

Me enamore después, a los seis, siete, ocho y sucesivamente, de tantas chicas, que no recuerdo sus nombres, sus caras, sus besos. Solo recuerdo que me mostraban sus calzones cuando yo quería y donde yo quisiera.

Estudie en la honorable escuela Nº 5 de Coronel. Fui pupilo del profesor Jose Hernández y Severina Burgos. Después me cambie de casa y limpie un riachuelo, de la basura que este tenía, junto a mis amigos.

Era hijo de pastor, y no sabía que significaba eso. Salvo que no podía decir garabatos, ni pelear, ni hacer maldades. Aún así siempre me las arregle para hacer inventos o llevar a cabo guerras de pandillas sin lastimar más que a algún matón que se creía malo.

Me mude a Santiago, nunca me pregunten de fechas, pues no me acuerdo de mi cumpleaños sino fuera por alguna mujer que me haga compañía. Conocí lo que es la soledad, la independencia, la estrechez. Sufrí verdadera discriminación, mucho más discriminación de la que reclaman los gay (cuando no se puede decir publicamente que estan errados) en cualquier parte del mundo. A razón de ser sureño y más encima evangélico.

Hijo del demonio me decía mi abuela materna, sin saber que el demonio no me quiere ver en el infierno, porque es más bueno que yo.

Conocí a Freud, Marx, Nietzsche, Heidegger. Conocí el amor imposible en dos aristas. Me enamore de ella, pero otra me amaba a mí. Y ese cruel enano con arco y flechas, jugaba con nosotros como marionetas.

Aprendí a que lo mejor era la independencia. Conocí las manías que viviría trabajando: Los apitutados, los chupamedias, los envidiosos. Aprendí a cocinar, lavar, planchar, como pocos hombres.

De tanto cambio, nunca forme lazos, me daba lo mismo estudiar en la Escuela republica de Guatemala, como en el A-73, o en Liceo Metodista, Amunategui o cuantos otros. Hice amigos someros, dejando un rastro siempre por donde pase, pero nunca tan profundo como para extrañar o que me extrañaran.

Termine estudiando en el C.A.P., sigla que es más honorable que el nombre. Y conocí a varios amigos. Como siempre, no deje huellas tan profundas como para que me extrañaran, pero lo suficiente para ser recordado.

Ahí conocí a amigos que no te entienden, pero te aceptan. El amor imposible, ese que te desgarra la medula.

Fui cuasipapá cuando esa mujer, ocho años mayor que yo, me violó.

Volví a Coronel, hice un par de radios, conduje programas radiales hasta el hastío. Me enamore como siempre, de la misma mujer, que me ato el corazón, y de la cual volví a arrancar. Y en esa condena como siempre, vuelvo a caer, una vez más.

Estudie Pedagogía, me cambie a Derecho, pero me he dado cuenta que este es demasiado chueco como para que pueda enchuecarlo más.

Así que no me queda más que tratar de enderezarlo en algunos años más, cuando no me sobre ni un solo peso como para volver a recomenzar.

Volví a Santiago, sin nada que hacer, así que de ocioso me puse a trabajar. Cuando tengo tiempo libre trabajo, el resto escribo, leo, pienso, bebo, fumo y hago el amor con mi almohada.

Tengo sexo dos veces por semana, y millón de sueños escondidos en mi almohada. He escrito tantas cosas que nunca me acuerdo si quiera de un solo verso.

Mi pieza hiede a tabaco, sexo, sudor y lagrimas.

He conocido gente inigualable, amigos del alma, hermanos no de sangre, sino de ideas, pensamientos.

El amor, que nunca olvidare. Me até el dedo con un anillo, que ata a mi mujer, con esa dulce ilusión de algo más profundo tener. Hasta que me odio por no corresponderle.

Sigo soñando con el amor de antes, pero con la misma desesperanza de ser un poeta maldito.

Me di cuenta que estoy maldito por ser poeta, un maldito poeta. Que escribiré del amor, de los idilios y la belleza de la vida; pero de esas cosas jamás podré probar, todo eso esta vetado para un poeta.

Y espero algún día acordarme de cuando nací, si es que tal vez lo hice, porque la enfermera que dijo que yo era varón, me toqueteo en mis partes intimas…

Ahora recuerdo porque le agarre el poto.

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